Aquel lugar había logrado calársele hasta los huesos. Con sus inviernos extremos, su falta de luz, su belleza casi inabarcable en los aledaños del dulce fiordo Tyri. Era 12 de febrero de 2013 y David Pla, el que sería conocido como el último jefe de ETA, el que tuvo que echar la persiana y leer el comunicado del cese definitivo, se montó en el vehículo que le había proporcionado el Gobierno noruego y abandonó el país, prácticamente expulsado, junto a su compañera Iratxe Sorzabal.
Él aseguraría mucho después que el policía que le había protegido hasta ese momento le abrazó en la despedida, como reconociendo su bonhomía, y que se marchaba después de haber hecho todo lo posible para emprender un diálogo que llevara a la paz mientras su interlocutor, el Estado español, lo dificultaba todo quedándose impasible, pero la verdad era distinta. Ese día, Pla cerraba una etapa de dos años viviendo a cuerpo de rey, en un pueblecito a hora y media de Oslo, a lo largo de los cuales había mostrado tal cerrazón, que hasta los dirigentes de la izquierda abertzale y los mediadores contactados por estos, hasta Ternera, que intentó asesorarle y que le desdeñaba, habían acabado hartos de su cerrazón.
Estos días, el nombre de David Pla suena como uno de los próximos integrantes de la dirección de Sortu, la matriz de Bildu, liderada por Arnaldo Otegi, que celebra congreso en enero, y los colegas que entonces estaban hasta el gorro de él intentan por todos los medios convertirlo —a él también— en un hombre de paz. «David ha sido una de las personas clave en la apertura del nuevo ciclo en este país, contribuyó de forma determinante a quitar la violencia de ETA de la ecuación vasca», aseguró hace unos días Arkaitz Rodríguez, el coordinador de la formación, que se debate entre quienes, de los suyos, piensan que sería «una gran aportación que vendría a corroborar la apuesta de la izquierda abertzale por las vías sólo políticas» y quienes piensan que sería «un lastre». Los expertos de las Fuerzas de Seguridad aseguran que el nombramiento de Pla sería parte del proyecto de renovación de los abertzales para atraer a los jóvenes pero también del pago de una deuda contraída con la organización.
El propio Pla, pamplonés de 46 años, se define como «una persona normal» para la que entrar en ETA era su «recorrido natural». Fue dirigente de Jarrai, el semillero terrorista, y de entonces es una frase suya pronunciada en EiTB, frente a personas amenazadas por ETA, en la sostuvo que «Euskal Herria vive una situación de no democracia y la violencia es un método válido».
Se presentó como candidato a las municipales de 1995 pero no consiguió ser elegido y fue detenido en 2000 acusado de formar parte del comando Aragón que se disponía a atentar contra el alcalde de Zaragoza, José Atares. No salió hasta 2006, cuando ya la negociación entre el Gobierno de Rodríguez Zapatero y ETA estaba en marcha. Le tocó su turno en 2010, cuando, a base de detenciones, la dirección de una banda en descomposición estaba totalmente devaluada. La crisis interna en aquellos momentos era tan absoluta que, por primera vez, la izquierda abertzale, acorralada por las ilegalizaciones, logró arrebatar el control a su brazo armado.
En esa agonizante situación se encontraban todos cuando tres miembros de Batasuna acudieron a Francia para pedirle que anunciase «el cese definitivo de las acciones armadas». Pla respondió que sí pero que esa iba a ser la única decisión unilateral que iba a adoptar porque el resto, el reconocimiento del dolor causado, una eventual entrega de las armas, una hipotética disolución, tenían que ser producto de una negociación con el Gobierno en la que se garantizase no sólo la legalización de Sortu, sino la salida de los presos, la vuelta de los huidos, el arreglo de las causas judiciales y la salida del Ejército de Euskadi.
Tras anunciar bajo una capucha el cese definitivo, recorrió 1.700 kilómetros hasta Oslo, lugar elegido para la negociación con el Gobierno. Hasta allí se acercaron representantes de Aralar y EA, el senador Urko Aiartza y el responsable del aparato internacional de Batasuna, Gorka Elejabarrieta. Y el jefe del llamado Grupo Internacional de Contacto, Ram Manikkalingam. Para bien poco. Algunos de los mediadores internacionales, aun auspiciados por la propia ETA, se reunieron con el lehendakari Urkullu y le anunciaron que se querían disolver.
Lo cierto es que hubo una circunstancia que rompió los planes de Pla. Él viajó hasta Oslo con la hoja de ruta establecida por el presidente Rodríguez Zapatero que garantizaba la salida escalonada de los presos. Pero Zapatero convocó unas elecciones anticipadas y las ganó Mariano Rajoy, quien prefirió no asumir el riesgo de las negociaciones. Cuando la mediación de un representante de la comunidad de San Egidio, próxima al Vaticano, resultó fallida, Noruega puso fin a dos años de estancia del dirigente allí con todos los gastos pagados.
LA DEUDA CON ETA
A partir de ahí, de la ETA dirigida por Pla es la astracanada de mostrar unas pocas pistolas a los mediadores internacionales y volvérselas a llevar, intentando hacer pasar la escenificación por una entrega de armas; y el intento de retirar a la banda, pero dejando un sanedrín secreto de 20 personas para no tener que disolverla. En 2012 quedaban 50 etarras en libertad y 800 estaban en prisión. Retrasó los planes de la izquierda abertzale, que ya había conseguido su legalización y que veía que, como más tiempo pasaba, a menos gente le importaba lo que ocurriera con los presos y los huidos. Y estos, tras el fracaso de Oslo, dieron pasos antes improbables para salir del atolladero. Según los abertzales: «ETA realizó una gestión desastrosa que la llevó a la peor de las situaciones posibles».
Pla cayó en 2015. El grupo de etarras que según los expertos pasó a gobernar la banda desde Euskadi le incluyó en la dirección pese a estar en la cárcel, desde donde se quejó de que sus opiniones eran filtradas por los nuevos jefes de forma tergiversada. Eso no impidió que saliese enseñando la bandera de Bildu. La banda había querido en su día quedarse como corriente política pero no se le permitió. Entonces, según los expertos, manifestó su voluntad de que la izquierda abertzale preparara puestos para algunos de sus militantes. El nombramiento de Pla respondería a dicho compromiso.
David Pla habla sin levantar la voz. Sus respuestas son de guión, pero muestran la intención inequívoca de establecer un relato que sigue siendo favorable a ETA: «ETA hubiese deseado que el fin llegase antes, la confrontación armada no la hacía gustosa, se prolongó por la falta de voluntad del gobierno que no acertó en la forma de enfocar los procesos de diálogo»; «Fue ETA la que dio los pasos por responsabilidad»; «La confrontación ha creado sufrimiento multilateral, la diferencia es que ETA ha reconocido sus acciones y el Estado, no»; «ETA ya ha pedido disculpas a las personas que se vieron afectadas (sic) por su acción armada sin tener ninguna responsabilidad en el conflicto»; «Parte de la historia de ETA son esas 800 personas que perdieron la vida (sic), pero no son su único legado». Son declaraciones recientes hechas a TV3.
El que fuera jefe del aparato político de ETA lleva meses yendo a la sede de Sortu en Pamplona. Su figura podría incluso acallar las bocas de algunos disidentes. Y también aumentará la ofensa que Sortu empuña por bandera.
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