A finales de los años sesenta, Sofía Subirán era una mujer discreta, sencilla y de trato amable. Morena y de sonrisa amplia, vivía con su hermana en un pequeño piso de la calle Alfonso, en Zaragoza. La memoria le fallaba, pero tenía grabado a fuego el escarceo que había mantenido con Francisco Franco cuando él no era más que un teniente y ella no sumaba más de quince años. En un cajón guardaba un taco de postales que el futuro dictador le había escrito suplicándole su amor. En su momento hubo también cartas, aunque las había quemado. Pero ni toda la tinta del mundo le hubiera llevado a sucumbir a sus encantos.