El mismo día que a Maradona lo echaron del Mundial me cansé de mi vida. Me compré una Olivetti Bambina colorada, una carpa canadiense, pastillas potabilizadoras y una mochila de setenta litros. Convencí al director del diario para que me pagara por hacer crónicas de viajes y, una vez que aceptó, me subí en Once a un tren que se llamaba El Tucumano. Y me fui al Norte.
Tenía veintitrés años y, aunque no era la primera vez que estaba en lo más profundo de una crisis, nunca había pegado semejante volantazo en medio de la tormenta. En el tren, antes de llegar a Rosario, ya pude sentir esa paz liberadora que nos agarra cuando somos jóvenes y no nos importa lo que va a pasar con nuestra vida.
Un par de meses antes yo había puesto mi crisis en pausa, porque había una Copa del Mundo de fútbol.
El Mundial de Estados Unidos empezó justo en el medio de mi depresión, y fue la mejor excusa para postergar la crisis. Pero no contaba con el doping, y la excusa se terminó temprano temprano. Chau al Mundial...
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