Durante el s. XIX hubo una creciente demanda de cadáveres para la educación médica y científica, algo que derivó en una oleada de profanación de tumbas. Aquellos ladrones de tumbas, conocidos como “resurreccionistas”, eran contratados por instituciones médicas para indagar en las tumbas y suministrar los cuerpos desenterrados a la ciencia. Esta macabra práctica planteó serias dudas éticas y legales sobre el respeto a los difuntos.
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